. Fue encontrado en Calera de León con síntomas de desnutrición. El chaval pretendía arribar a Europa en busca de una oportunidad para labrarse un
que el que tenía en su lugar de origen. Según la terminología al uso, el muchacho es un 'sin papeles' (expresión horrible que ofende la dignidad humana), y, si prospera la
a quienes creemos que los derechos humanos y el sistema de garantías que los protegen deben constituir el pilar básico e irrenunciable de los países que conforman la UE.
El pasado viernes, los representantes de los Gobiernos de la Unión Europea adoptaron un acuerdo, que será aprobado como directiva de la Comisión Europea (salvo que el Parlamento Europeo lo rechace), según el cual los inmigrantes 'sin papeles' extracomunitarios podrían ser detenidos hasta 18 meses por orden gubernativa y expulsados, todo ello sin un control judicial con las debidas garantías. Hoy en día todos los países disponen de legislación propia sobre el tema, y la Directiva pretende armonizar esas legislaciones, lo que en la práctica supondrá dar carta de naturaleza con ropaje jurídico europeo a actuaciones transgresoras de los sistemas de protección de los derechos humanos y, asimismo, dar cobertura al endurecimiento de las legislaciones menos represivas.
Resulta preocupante que la UE no haya elaborado una política de inmigración (salvo los controles para la entrada a la Unión -acervo de Schengen-) ni de cooperación al desarrollo o de consecución de los Objetivos del Milenio de la ONU, y haya cerrado los ojos ante la angustiosa realidad de la población inmigrante -quiero poner énfasis, sobre todo, en la concerniente a los menores no acompañados- y, en cambio, se mueva ahora para acometer acciones dirigidas contra la inmigración «ilegal» (que en tiempos de bonanza económica ha dado pingües beneficios al capitalismo sin rostro humano) olvidando, cuando no vulnerando, lo que constituye -o así debería ser- el alma de Europa: los derechos humanos de las personas. Y atentando cínicamente contra su memoria histórica, que nos recuerda que millones de europeos cruzaron el Atlántico sin papeles en busca de un futuro mejor.
La que ha sido calificada por ONG y articulistas como la Directiva de la vergüenza no resultaría compatible con una lectura no restrictiva de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos. Tampoco casaría con la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados, con la Convención Internacional contra la Tortura ni con la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño de 1989. Estas normas internacionales obligan a la mayoría de los Estados miembros de la Unión Europea y sus preceptos no pueden soportar, sin retorcerlos hasta hacerlos irreconocibles, las detenciones y las expulsiones reguladas en legislaciones de muchos países europeos, que la Comisión Europea se propone elevar a categoría de directiva.
El comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Thomas Hammarberg, ha sido muy explícito cuando ha declarado que «la detención sólo debe usarse con los criminales, y los inmigrantes no lo son». Sorprendentemente, nadie ha cuestionado la detención. El objeto del debate han sido el período de esa detención, la flexibilización y desnaturalización de las garantías jurídicas y cuestiones tales como la negativa de algunos países a asumir los gastos derivados de la asistencia letrada a las personas que se quiera expulsar (¡qué mezquindad!). Este tipo de actuaciones, entre otras consecuencias nefastas, desacreditan a los estados miembros de la UE cuando éstos se presentan ante la Comunidad Internacional como países que cuentan con sistemas particularmente garantistas de las libertades y derechos fundamentales.
Deberíamos, además, tener muy presente que en el desarrollo social, cultural y económico europeo han contribuido recursos, pensamiento, arte y población que no son europeos. Esto es innegable y deberíamos ser justos, honestos y consecuentes en reconocerlo. En cualquier caso, la Unión Europea debería implicarse en cumplir, sin ninguna excepción, las obligaciones que dimanan de los instrumentos del Derecho internacional humanitario, y en defender los derechos humanos en todos los países. Además, es necesario hacer un esfuerzo por armonizar políticas de solidaridad y de responsabilidad con los países de los que son originarias «las personas nacionales de países terceros», máxime cuando Europa no es ajena a la crisis alimentaria por el aumento de la demanda de agrocarburantes o la falta de control de la especulación financiera. No es de recibo que mientras observamos cómo aumentan las protestas por la subida de los precios de los alimentos, que han afectado ya a numerosos países, tratemos de decidir como una prioridad, la manera más rápida y eficaz de detener y expulsar a personas inmigrantes 'sin papeles'.
No debemos obviar, de todos modos, que el desarrollo de los derechos sociales en la UE es alto y que ello limita la capacidad de absorción, en términos de equidad social, de población inmigrante. Pero ante este formidable reto no deberíamos achicar -y mucho menos anular- los fundamentos de nuestras democracias, sino hacer uso de la política, de la política con mayúsculas. La política debería llevar el timón de todo lo relacionado con los flujos migratorios sin dejarlo a los vaivenes y a la falta de escrúpulos de los mercados. Se debería diseñar a escala europea una verdadera política de inmigración, en clave constructiva y humanitaria, y con perspectiva de futuro, anticipándose a problemas previsibles. Deberían conjugarse en los diferentes ámbitos territoriales políticas sociales y de inmigración, y eso obliga a pensar, a debatir, a planificar, a coordinarse, a habilitar cauces de participación a las ONG. Y la UE debería elaborar de forma definitiva un Plan Marshall para África, a la que en la época de la colonización, y aun después, ha extraído ingentes cantidades de recursos.
Lo que es inadmisible desde el punto de vista de los derechos humanos es que bajo el concepto equívoco de retención estén detenidas 20.000 personas en Europa en condiciones muchas veces lamentables, por orden gubernativa y sin intervención judicial, y que la UE se disponga no sólo a amparar esa situación, sino a facilitar su expulsión sin las debidas garantías. El sistema de garantías de protección de los derechos humanos es, precisamente, una pieza nuclear y esencial en un Estado democrático de Derecho, y eso significa que en cualquier proceso de detención y de expulsión deben intervenir desde el primer momento jueces y abogados. Si no, nos estamos cargando los fundamentos de la democracia, y esto un defensor de los derechos humanos, en este caso el Ararteko, no lo puede consentir.
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y de conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Así reza el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que este año cumple 60 años. La Unión Europea está a punto de introducir en dicha hermosa proclama una modificación que conllevará la exclusión de ella de centenares de miles de mujeres, hombres, adolescentes, niñas y niños, y que, al mismo tiempo, eliminará el deber ético de la fraternidad.
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